viernes, 10 de septiembre de 2010

Las batallas del tiempo

La lectura como resistencia


Las batallas del tiempo

Por José Luis Arévalo


El mundo es una pugna constante entre la transgresión y el orden. La eterna lucha de los contrarios. El bien y el mal en una batalla perpetua dentro de un mundo bello y trágico, deslumbrante y ominoso. Las calles –ese escenario desprevenido donde se representa la comedia de la vida- reproducen esa gesta permanente. Sin embargo, la perversión del tiempo ha querido que esa contienda se vaya degradando paulatinamente, la ha convertido en una pobre réplica de aquellas epopeyas ancestrales donde el honor y la valentía tenían algún sentido...

…Hasta la traición implicaba un alto respeto por el adversario. ¿Acaso Shakespeare no sublimó ese juego de traidores en Hamlet o en Ricardo III (aquí con cierta belleza en la maldad en ese punto intangible donde la traición se nutre de la inteligencia)? ¿No fue el ardid de Aquiles –cediendo su armadura a Patroclo para que destruyera a los Troyanos y por cuya causa murió a manos de Héctor- el que desató su ira iniciando así una nueva serie de odios y pasiones? Sin embargo, a pesar de todo aun late en el interior de los teatros urbanos ese conflicto primordial.

La noche es un buen refugio para esas batallas. Mi oficio, que consiste en observar la realidad y contarla, me redime de los desalientos cotidianos y me empuja a la búsqueda nocturna de esas peleas. No hace mucho, una noche de esas en las que el tiempo rodeado de un halo de inquietante belleza parece no transcurrir, se me presentó un hombre de edad incierta, rostro marcado y gesto adusto. Se lo notaba cansado, como quien regresa de un largo viaje, sin embargo lejos de atemorizarme, por algún motivo sentí una calma y una paz extrañas. Cuando comenzó a hablar, su voz resonó en el espacio como un eco lejano. Para quien busca denodadamente un paréntesis a la cordura cotidiana, este hombre era como un salvador, un mesías que venía a rescatarme del tedio y la monotonía. Había estado tratando de terminar un artículo sobre las diferentes versiones del Fausto, incluyendo la curiosa variante que Fredy Mércuri imprimió a su Rapsodia Bohemia, pero acababa de fracasar en el centésimo intento cuando este hombre irrumpió en la quietud de lo que parecía una noche más.

Cada persona, cada rostro, cada nombre tiene su historia; sin embargo, la de este sujeto extraño era sencillamente inverosímil. HGO, según dijo llamarse, no mencionó origen ni destino; sólo que buscaba a su mujer y a su hijo. Digamos que no me asombró su inveterada estampa de viajero ni me alarmó su seriedad descomunal, lo que verdaderamente me estremeció fue su condición de fugitivo del tiempo y testigo de los hechos más increíbles que jamás me hayan contado. Para un contador de historias la verosimilitud es el arma principal de su arsenal narrativo, ninguna palabra penetrará más profundo que aquella que lleva la lanza de lo verosímil, y ésta no la tenía. Sin embargo, no podía dejar de escucharlo; como Ulises encadenado al mástil de la barcaza, no podía resistir el encanto de su voz. Así fui testigo de aquella reunión de amigos en la noche más fría que se pueda recordar: Favalli, profesor de física; Lucas Herbet, empleado de banco y loco por la electrónica; Polsky, jubilado y luthier, y HGO uno de tantos para los que la vida cambiaría para siempre. Escuché como ellos la noticia que la radio pregonaba sobre el desastre que había provocado un accidente con un nuevo tipo de bomba atómica en EEUU; asistí a la nevada más insólita que cayó sobre Buenos Aires y observé atónito y descreído cómo Polsky era fulminado por esos copos que caían de un cielo improbable y una noche definitiva. Nada de lo que ocurrió después podrá jamás ser entendido en su justa dimensión. Ni la eternidad de la noche que se resistía a morir en el amanecer, ni la perversidad de los seres que asolaron las calles aquel día. Presencié la matanza feroz de esos animales y vi cómo el desaliento y la resignación se hacían carne en la gente. Si no los mataba esa nieve perniciosa que caía indolente, desaparecían bajo el imperio de una violencia jamás vista. La mayoría eran autómatas incapaces de rebelarse ante estos seres que venían a dominarnos y que por alguna razón habían elegido Buenos Aires como centro de operaciones. Pero también fui testigo de la resistencia más obstinada que yo haya visto. HGO, Favalli y Herber, llevaron adelante esta gesta con lucidez y valentía. Decir que no los salvó la porfía sino el azar, sería restarle mérito a su coraje y entrega. A medida que avanzaba el relato, más inverosímil parecía y más convincente, sin duda una rara paradoja. Lo que no pude advertir entonces, fue la metáfora. Este viajero del tiempo, este “eternauta”, en su fascinante narración no había hecho otra cosa que sumergirme en una gran metáfora que recién ahora soy capaz de comprender. Héctor Germán Oesterheld, desaparecido como tantos por la dictadura, había construido con esa candorosa historia de ciencia ficción porteña casi una profecía de los años venideros: unos monstruos que arrasan la ciudad para dominarla son sin temor al dislate una proyección de la realidad argentina de entonces y “El Eternauta” un claro ejemplo de que lo que más importaba en aquellos tiempos era la vida.

A veces, en noches como estas en las que recupero la fe en las batallas cotidianas, siento que la resistencia es posible y que la lectura el mejor campo para la lucha. Mi oficio, que consiste en observar la realidad y contarla, me redime de la penosa tarea de intentar entender a quienes dicen que la literatura no tiene nada que ver con la vida…

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