domingo, 13 de junio de 2010

Doscientos otoños y un solo grito (Segunda parte)

Qué hay de las huellas multicolores de 1810 en este año 2010

Doscientos otoños y un solo grito

Por Daniel Tirso Fiorotto

Publicamos hoy la segunda parte de esta nota, donde el autor rescata la figura de Bartolomé Zapata y recuerda la lucha por tierra y libertad en nuestra Entre Ríos de 1810.


Librados al capricho

Hay una difundida columna del estudioso paranaense Rubén Bourlot que nombra “zapatismo entrerriano” a la rebelión encabezada por Bartolomé. Y se detiene en esos fuegos antiguos que volvieron a arder a fines de 1810 y no se apagan.
Más de un autor, incluido Pérez Colman, subrayan la actuación del caudillo incipiente, y ediciones recientes vuelven los ojos a Bartolomé. En su obra “Entrerrianías”, el periodista Mario Alarcón Muñiz aborda sus luchas y también las advertencias previas de Rocamora en torno de la tierra.
Hace pocos días este periodista llamaba incluso, en un acto público en el museo Leguizamón, a revalorizar a Zapata en febrero de 1811, cuando se cumplan los 200 años de la reconquista de Gualeguay, Gualeguaychú y Concepción del Uruguay, en la arremetida criolla contra los realistas que habían hecho pata ancha en Montevideo. El texto de Alarcón, que conoce bien Gualeguay, recuerda la disputa de Rocamora con el cura Fernando Andrés Quiroga y Taboada por la ubicación de una capilla, en la que salió victorioso el comisionado.
Claro, después de 220 años los gualeyos advierten hoy, dice el periodista, que el lugar que proponía el cura no se inunda, a diferencia del emplazamiento que impuso Rocamora, condenado a padecer las consecuencias de las crecidas del Gualeguay, y peor cuando se encuentra frenado por el Paraná en alza.
Pero volviendo al asunto, señala Alarcón que el plan económico de Rocamora “abordó con lucidez y valentía el problema de la tenencia de la tierra, exponiendo ideas absolutamente nuevas para la época. Durante su reconocimiento del territorio el comisionado había observado que los pobladores no eran propietarios de las tierras que ocupaban, pertenecientes a grandes latifundistas”.
Luego enumera los pocos dueños de tierras en el sur, las ambiciones de los españoles de Santa Fe, las extensiones adquiridas por la Compañía de Jesús, las estancias concedidas por el cabildo de Yapeyú, las mercedes de tierras otorgadas por la corona a residentes de Buenos Aires que nunca pisaron estas tierras... “Rocamora se encontró con colonos que trabajaban y vivían en esos campos, pero por falta de títulos de propiedad y sin permiso alguno corrían riesgos de desalojo, acto por entonces y registrado en perjuicio de una veintena de familias ocupantes de tierras de García de Zúñiga, mientras otras eran también víctimas de intimaciones, expulsiones y algunas tropelías”, recuerda.
Elsa Vignola acaba de publicar la obra “El grito de Mayo en Entre Ríos”. Allí dedica varias páginas a Zapata, y antes a la situación social de este territorio. Dice del sur entrerriano y en referencia precisa a Gualeguaychú: “el progreso de esta Villa se vio entorpecido por los conflictos surgidos con los grandes terratenientes. El antagonismo se inicia al no solucionarse el problema de la distribución de tierras a los vecinos que habían abandonado las propias para instalarse en las villas, y al no cumplirse la promesa de entregarles otras en compensación”.
“Estas poblaciones libradas al capricho de los poderosos, fueron anidando sentimientos de enemistad hacia los representantes del poder español, de modo tal que producida la Revolución, los criollos se identificaron inmediatamente con los ideales de Mayo”.
Coinciden Gianello y Pérez Colman.

Elsa Vignola de Couchot cita a Leoncio Gianello y a César Blas Pérez Colman. Tanto lo que afirman estos investigadores como la actitud misma de Vignola, al rescatar de esos autores estos fragmentos en particular, abonan la teoría de la gravitación del problema de la tenencia y el uso de la tierra, ese hilo que enhebra la historia y la geografía enteras de Sudamérica, de la Argentina, y de la Banda Oriental del Paraná, es decir, Entre Ríos y Uruguay, hasta el día de hoy.
Por eso, una noche que disertó en Paraná cierto joven doctor porteño con aires de sabiondo (dando cátedras sobre los graves problemas argentinos y ofreciendo soluciones a la crisis), y ante una pregunta sencilla respondió que al tema de la tierra no lo tenía estudiado, algunos del auditorio se cruzaron por lo bajo un “bueno, vaya y vuelva cuando estudie”. (Hoy es legislador nacional por el oficialismo).
Pero leamos a Gianello: “la incertidumbre en que vivían gran parte de los pobladores con respecto a la tierra que estaban trabajando y cuya propiedad alegaban poderosos terratenientes vinculados a las autoridades virreinales que amenazaban desalojarlos; el aislamiento de la región, la falta de conexión directa con la autoridad central eran factores de un acendrado particularismo que se convertirían en anhelo de autonomía gubernativa”.
Y a Pérez Colman: “ningún factor gravitó tanto en la opinión pública, como el que engendró la lucha librada por los pobladores a fin de no ser desplazados de sus posesiones. Por ello la aspiración por el logro de la autonomía gubernativa asumió los caracteres de una pasión popular”. Y termina entonces Vignola: “como vemos, nuestros paisanos identificaron la patria con la tierra, de ahí su ardiente defensa aún a costa de sus vidas”.

Biondino lo subraya

El investigador Claudio Biondino, en una tesis publicada en 2006 buscó explicar mejor a los caudillos, analizando el contexto en que debió desenvolverse Bartolomé Zapata.
Dice Biondino: “a partir de 1760 es posible distinguir, a grandes rasgos, dos grandes corrientes colonizadoras que se dirigían hacia la frontera oriental (en esta Entre Ríos), una proveniente del Paraná y la otra de Buenos Aires. La primera estaba compuesta, en su mayoría, por grupos familiares provenientes de Santa Fe y de la ‘Bajada’ (actual ciudad de Paraná) que buscaban aprovechar las tierras fiscales disponibles -aunque posteriormente algunos poderosos hacendados descendientes de conquistadores, sobre todo santafecinos, esgrimieron títulos que aparentemente los habilitaban como propietarios de esas supuestas tierras fiscales-.
La segunda corriente se componía, en cambio, de comerciantes y hacendados más poderosos, quienes buscaban acaparar tierras para explotarlas directamente o para poseerlas como propietarios ausentistas. El ‘choque’ de ambas corrientes resultó conflictivo a lo largo de toda la frontera oriental entrerriana”.
El aporte con criterios nuevos que hace Biondino nos resultó pertinente para entender a la Entre Ríos de 1810, y como se ve, no hay que forzar nada para señalar la tenencia y el uso de la tierra como el eje de los problemas más hondos y antiguos de la entrerrianía.
Repasa Biondino la relación del caudillismo con instituciones formales de la época, pero avanza en otro aspecto más original: la relación con instituciones informales.
Esto le permite refutar la idea más o menos generalizada de que entonces existía aquí una suerte de desierto con personas o familias individuales, sin conexiones. Biondino sostiene que sí había sociedad, en la región entre el Gualeguay y el Uruguay a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Que los caudillos estaban insertos en toda una trama social. (Y nos detenemos en esa zona precisamente porque estamos haciendo foco en el gualeyo Zapata).
Las ideas de la barbarie, del más poderoso sojuzgando a los más débiles, o del “estado de naturaleza” en que los individuos están desligados, quedan así desacreditadas.
Muchos estudiosos todavía están en deuda con el abordaje de esa fuerte trama social, económica y cultural, que se desarrolló en el sur entrerriano, en zonas hoy deshabitadas, como puerto Landa (Costa Uruguay Sur) o Puerto Ruiz (sur de Gualeguay), y que necesariamente debieron dejar costumbres, hábitos, lazos socioeconómicos, distintos a los presentados en investigaciones sobre la época.
Los datos aportados por historiadores de Fray Bentos y Gualeguaychú sobre todo ese mundo de gran movimiento económico y social, y harto contrabandista, no parecen considerados todavía en las miradas desde Buenos Aires.
La historia de la Soriano entrerriana, por caso, y su traslado de nuestra provincia a la Banda Oriental, con un interludio en la isla Vizcaíno, ofrece un entramado para evaluar las relaciones políticas y sociales muy anteriores a 1800 que difícilmente se perdieran del todo hacia los tiempos de la revolución.
También vale revisar cómo se desarrolló La Redota, el éxodo de los orientales para instalarse en el Ayuí entrerriano, como respuesta al pacto de Buenos Aires con Montevideo que dejaba a la Banda Oriental y parte de la actual Entre Ríos bajo dominio realista. Porque jamás puede entenderse una respuesta política y social de esa naturaleza en una sociedad desarticulada.

Tierra para tironear

Ahora, ¿qué movía en el fondo a Bartolomé y sus pares? Los estudiosos señalan que gracias a la presión de los portugueses en estas regiones, las autoridades españolas habían empezado a ver que no les convenían las grandes estancias sino la población lisa y llana del territorio. Y que eso se sumaba a tendencias del despotismo ilustrado a establecer reformas en la tenencia y limitar las propiedades extensas.
En forma indirecta, la presión de afuera perjudicó a los terratenientes, mayormente santafesinos, y en menor medida bonaerenses. Y fue el propio Tomás de Rocamora el que llamó la atención respecto de lo que consideraba una injusticia: mezquinar tierras al pobre vecino. En las palabras de este criollo nicaragüense pueden encontrarse algunas semillas de la rebelión. Porque son muestras del inconformismo que podía registrarse en los entrerrianos del sur.
Había arraigo, había relaciones sociales, había reciprocidades, había conflictos entre barrios, había influencias de poderes mayores (Buenos Aires, Santa Fe, Montevideo); había autoridades civiles, autoridades militares, autoridades de la Iglesia… Se habían formado milicias para distintos conflictos (con los ingleses, con los aborígenes del chaco, con los portugueses…).
Y todo mucho antes de 1810, e incluso antes de la “fundación” de Gualeguay
Biondino subraya esos intereses contrapuestos de Buenos Aires y Santa Fe, que tironeaban para quedarse con el territorio entrerriano, y luego insiste en otras disputas paralelas y no menos importantes: “el conflicto entre los grupos de pastores-labradores y los hacendados más poderosos -como Wright y García de Zúñiga, por ejemplo-.
Los últimos buscaban imponer arriendos o trabajos, o incluso expulsarlos a los primeros apelando a derechos de propiedad sobre las tierras que los campesinos ocupaban. También en este caso los pobladores se apoyaron en autoridades superiores -como la de Rocamora- para proteger sus intereses, debido a que la Corona estaba interesada en asentar poblaciones y no grandes propiedades en la zona, a fin de protegerla de los avances portugueses”.
En otro párrafo da ejemplos y coincide con Gianello y Pérez Colman: “Hacia 1770 se establecieron en diversas rinconadas entre el Gualeguaychú y el Arroyo Yeruá, sobre todo en las inmediaciones del Arroyo de la China, unos 40 vecinos y un número no determinado de indígenas que se dedicaban a tareas agrícolas y pastoriles. Hacia mediados de esa década, arribaron al Arroyo de la China otras veintitrés familias de labradores expulsadas de la zona del Gualeguaychú por los poderosos hacendados de aquél lugar”.
Antes del año 1800, y también en los tiempos de la Revolución se constata un problema: la tenencia de la tierra. Y resultó que los pequeños hacendados coincidieron, en un punto, con el interés del gobierno (teórico en parte, y sólo interpretado por unos pocos), que necesitaba poblar, y esto generaba una tensión. Así, dada la crisis, cada cual iba a mirar qué convenía a sus propósitos.

Los de abajo iban por más

También es cierto que el propio Bartolomé Zapata reconoce ante la Junta que debió frenarse él mismo y contener a sus pares, porque la indignación de los criollos era tanta que podía desencadenar una sangría. “Hubiera mi gente empapado sus armas en la sangre de estos rebeldes, monstruos de ingratitud, crueles e inhumanos, hubieran incendiado sus hogares, hubieran saqueado sus casas, hubieran, en fin, equilibrado el castigo con el rigor con que ellos se comportaron”, dice Bartolomé, y gracias a que conocía a sus vecinos los contuvo “dentro de los límites de la más justa conmiseración”.
El estudioso Nadal Sagastume también pone el acento en el respeto de Zapata a los “bienes ajenos”.
No podemos saber, claro, qué hubiera ocurrido sin esa “contención”. Y qué hubieran dicho en otro caso los estudiosos modernos, que parecen valorar hoy la prudencia que Zapata reconoce como un mérito, y al mismo tiempo aceptan el fusilamiento de Liniers como una necesidad.
La carta a la Junta dice que los gualeyos querían ir por más, y que al mismo Zapata se le saltaban las ganas. Y los autores podrían especificar a qué se debía en principio el extremismo de los europeos. “No es exageración –dice Zapata-. Ni entre la villa ni en sus inmediaciones se permitía un solo criollo. Si divisaban alguno, aunque fuera de lejos, buscaban igual proporción que la que se busca a un pato para asegurarle el tiro”.
¿Por qué esa actitud tan hostil de los europeos? ¿Y por qué el espíritu de los criollos, dispuestos a más, si no es en virtud de los maltratos que sufrían como respuesta a sus reclamos por la tierra? Queda, sí, la impresión de que algunos gualeyos pudieron ser más “zapatistas” (en el sentido actual) que el propio Bartolomé. Y lo decimos sólo como una suposición, para agradecer a los historiadores que nos busquen más elementos de juicio.

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