martes, 1 de junio de 2010

Doscientos otoños y un solo grito (Primera parte)

Qué hay de las huellas multicolores de 1810 en este año 2010

Doscientos otoños y un solo grito
(por Tirso Fiorotto)


Nuevas investigaciones especifican cómo un “zapatismo” panzaverde encarnó la revolución por “tierra y libertad”.

¿No convendrá explicar, en el bicentenario, el zapatismo entrerriano de pura cepa, muy anterior al mexicano? En el origen mismo de la provincia de Entre Ríos debe buscarse un hito en 1810, y se resume en un nombre: Bartolomé Zapata.

Gualeguay exhibe las primeras flores de nuestra revolución. Ese florecimiento de las luchas de las montoneras empezó por allí, sobre los mismos campos floridos de hoy, un tanto cambiados por los cultivos, claro, pero resistiendo como tanta gente en los baldíos, las banquinas, los márgenes, como tantos “arrojados a los caminos” al decir del también gualeyo Juan L. Ortiz.

Sinónimos de convicción y compromiso, Bartolomé Zapata y los primeros revolucionarios criollos entrerrianos podrían considerarse ligados al zapatismo más conocido en el mundo, que hizo eclosión un siglo después con Emiliano Zapata en Morelos, México. Veremos después que por otra parte, el ataque entrerriano y oriental a los realistas, en Gualeguay y en el Grito de Asensio, oxigenó a dos bandas a los revolucionarios de mayo. Zapata y Benavídez anunciaban a Pancho Ramírez y José Artigas.

En la esquina de las calles Artigas y Bartolomé Zapata, en Paraná, los carteles oxidados, descuidados, dan una idea del (mal) trato que el estado les da, en vísperas del 25 de mayo (la foto es del 22) a los dos líderes revolucionarios más notables de la región.

La tierra lo explica

Nuestro territorio había sido repartido en cinco o seis pedazos desde la conquista, lonjas del Paraná al Uruguay, sin escrúpulos, y ese sistema chocó contra los pueblos aborígenes que lo habitaban, y que resistieron durante 300 años en una lucha desigual todavía no reconocida.

Ocultamos sus méritos de ayer y preferimos no verlos hoy, porque si cambiáramos esa actitud mezquina no ganaríamos más que altas responsabilidades.
Más o menos vencidos algunos de estos pueblos (tras varias reducciones, expulsiones y matanzas salvajes desde la llamada “civilización”), el mismo sistema chocó luego contra los propios criollos pobres, que tampoco hallaban un lugar si no era peleando para conquistarlo, disputándoselo a terratenientes santafesinos, bonaerenses, españoles.

Esos criollos bien entrerrianos, que resultaron de una mezcla de charrúas, chanás, guaraníes, guineanos, angoleños, españoles, canarios, orientales, paraguayos, portugueses, brasileños; esos criollos serían la fuente y la masa de las sangrientas luchas que nos dieron independencia y autonomía.

Las conquistas no fueron (lo suele repetir un profesor artiguista en estos días) sólo con los negros aguateros y las negras de la mazamorra que revive la historia oficial porteña en los actos escolares, sino también con los indios y los negros blandiendo lanzas, entregando la sangre que dio color a la bandera federal, de banda roja.

La tierra explica esa centella del Gualeguay, Bartolomé Zapata, que nos recuerda, y no sólo por el apellido, a los llamados neozapatistas tan en ebullición en Chiapas, hoy mismo, y bien expresados por el poeta y pensador guerrillero Subcomandante Marcos.

Botas de terratenientes

Y por qué “zapatismo entrerriano”. Hay que decir aquí que la revolución de Mayo prendió bien en los pequeños y medianos hacendados entrerrianos u orientales, hartos de abusos y zozobras, que ya venían protestando, con mayor o menor energía, por las arbitrariedades del poder de la corona, los terratenientes foráneos y parte de la iglesia.

El panorama lucía similar en las dos bandas del Uruguay. Algunos patriotas porteños comprendieron, incluso, que un tal José Artigas podía ayudar en la revolución por sus contactos con pueblos rurales de la Banda Oriental, ya que los más urbanos, en Montevideo, seguían bajo dominio europeo.

No sabían, tal vez, que los contactos de Artigas avanzarían más, sobre una misma región amplia de pueblos libres, un paisaje que llamaba a su Protector; y que esos contactos ya venían aceitados con pueblos que muchos creían derrotados y apenas estaban, acaso, en retirada: el charrúa, el guaraní.

La revolución, del Río Bravo a la Patagonia, que tuvo alguna expresión también en Buenos Aires en ese Mayo de 1810 que nos convoca, encendió los ánimos por muchas razones en el cono sur. En el caso de Entre Ríos, una causa no menor fue el deseo de los propietarios (hoy diríamos pymes del campo) de quitarse de encima el peso de las estructuras latifundistas.

Hay una línea desde los tiempos de la conquista, pasando por las décadas de la revolución, hasta las inquietudes del siglo XX. Una cadena que llega con sus eslabones hasta el siglo XXI, hasta hoy mismo, y que puede palparse aún en los encuentros más o menos al margen, fuera del poder constituido, y en los encontronazos por asuntos de la tierra que de tanto en tanto vuelven a colocar a Entre Ríos en el centro de la escena.

No es el tema excluyente, claro, pero al momento de pensar un color que tiñera estos 200 años apareció solo, sin forzar nada, la tierra, y en verdad se ha manifestado con crisis periódicas, y en 500 años el problema permanece aún lejos de ser superado.

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